Si miráramos un ranking de menciones en la prensa, nos encontraríamos en los últimos tiempos con dos apellidos repetidos: Colapinto y Cositorto. Son dos nombres propios, pero también los exponentes de dos culturas contrapuestas que conviven en la Argentina: por un lado, la idea del trabajo, el riesgo y el sacrificio; la apuesta al talento y a la construcción de una carrera. Por otro, la del atajo y el pensamiento mágico; el sueño de “salvarse” y de ganar plata sin esfuerzo; la audacia de la “avivada” y la temeridad de la trampa.
Colapinto es la expresión, si se quiere rutilante, de algo que subsiste en la sociedad: la cultura del mérito y del trabajo duro. Es una historia de sacrificio y de un progreso paso a paso, no exento de vicisitudes y de incertidumbre. Sus padres vendieron una casa para invertirla en su proyecto profesional; él no buscó la comodidad, sino el desafío: vivió en talleres mecánicos, se sobrepuso a adversidades y fracasos. Estudió a la distancia para completar el secundario. Así se hizo un lugar en un mundo ultracompetitivo. ¿Es una excepción? ¿Una rareza? Si miramos alrededor, encontraremos motivos para la esperanza. Hay millones de jóvenes que se aventuran en un emprendimiento, que se esfuerzan para estudiar una carrera, que apuestan al comercio, a la ciencia y a la tecnología, al arte o al deporte, por mencionar solo algunos campos en los que abundan los “Colapintos”. Muchos arriesgan un capital, intentan algo innovador, se la juegan por una idea o por un sueño.
Son herederos de una cultura que, contra viento y marea, ha logrado sobrevivir en la Argentina. Es el espíritu que moldeó a la clase media, basado en el mérito y el esfuerzo, en la noción de largo plazo, en el sentido del sacrificio.
Pero las noticias de los últimos tiempos también hablan de Cositorto. Es un símbolo de una Argentina oscura, que no apuesta al esfuerzo, sino a una especie de salvación mágica, y que tampoco parece excepcional, sino parte de un fenómeno creciente y extendido.
Las estafas piramidales se han convertido en una suerte de epidemia nacional. Con metodologías ligeramente distintas, escondidas en plataformas digitales o amparadas en la novedad de las criptomonedas, han hecho estragos en distintas comunidades. El caso de San Pedro, una localidad bonaerense de 70.000 habitantes, es sintomático y elocuente: casi un tercio de su población apostó sus ahorros con la promesa de rendimientos exorbitantes. En otras localidades, como Villa María, Goya o San Rafael, hubo desembarcos similares. Detrás hay organizaciones dedicadas a la sugestión y al engaño que, curiosamente, logran captar a muchos “inversores” que, aun con prevenciones y reparos, imaginan que se llevarán grandes ganancias antes de que todo se desmorone.
Hay que mirar otros fenómenos que están de algún modo emparentados con ese ilusionismo financiero. El juego “online” se ha convertido en una trampa para millones de chicos y adolescentes. Uno de cada cuatro estudiantes de entre 12 y 19 años ha hecho apuestas virtuales al menos una vez, según un relevamiento de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires. Es otra epidemia que se extendió a una escala exponencial en los últimos cinco años.
Cada vez es más frecuente escuchar a jóvenes que se definen como “traders” y que operan con “inversiones cripto” en especies de burbujas de inversión que florecen en los márgenes del sistema financiero. Puede ser muy virtuosa, por supuesto, la incursión en mercados innovadores, así como la educación financiera en las nuevas generaciones. Pero la tendencia tal vez merezca una mirada atenta, no desde el prejuicio, pero sí desde la prudencia. La era digital también parece meter la cola en estos fenómenos económicos, pero también socio-culturales: exacerba la idea de la inmediatez y potencia la circulación de ilusiones y fake news a través de las redes. Las aplicaciones en el celular han sido, de hecho, las grandes aliadas para que organizaciones como Generación Zoe (Cositorto), RainbowEx o Wenance tuvieran una vertiginosa penetración.
Indagar en las causas de estos fenómenos es una tarea compleja. No existen respuestas simples ni factores únicos. Pero es evidente la incidencia de un deterioro socioeconómico que ha devaluado las alternativas del camino largo para potenciar la fantasía de los atajos. El modelo de Cositorto ha avanzado, precisamente, por el deterioro del modelo de Colapinto.
Colapinto representa un sistema de valores que identificó, históricamente, a la clase media argentina. Pero ahora asistimos a la realidad de un país en el que se ha producido, en apenas 25 años, una dramática reconfiguración de la estructura social. Hoy, según la pirámide elaborada por la consultora Morguer, la clase baja supera a la clase media. Y ese desplazamiento ha generado un tejido social y cultural mucho más fragmentado, con expectativas y comportamientos cada vez más diferenciados. El sector social mayoritario, según los estudios cualitativos de esa misma consultora, tiene una mirada de “supervivencia”, más que de progreso, y vive con una noción de “día a día”, sin perspectiva de largo plazo.
La inflación crónica, la falta de crédito y la expansión de la actividad “en negro”, que hoy alcanza el 40% de las transacciones, han generado una suerte de anomia económica que también moldea una cultura y una mentalidad. Son deformaciones que naturalizan la búsqueda de atajos y de tácticas “salvadoras”, que anulan la planificación y desalientan el ahorro. Ese ecosistema de descalabro e inestabilidad económica se convierte en un almácigo en el que germina la usura y se robustecen los Cositortos.
El modelo del “manotazo” y de la salvación fácil tal vez sea la peor herencia del populismo de izquierda: la más difícil de revertir y también la menos tangible. Es una cultura que ha permeado en la sociedad y que ha contaminado a varias generaciones. Remite a una idea en la que el futuro y el largo plazo se sacrifican en función de un presente fácil y engañoso. Estigmatiza el mérito y el esfuerzo mientras nivela hacia abajo y “vende” una falsa inclusión.
El crecimiento de la pobreza ha producido un enorme deterioro en el tejido social y ha debilitado dos pilares básicos de la clase media: la educación y la contención familiar. Ese debilitamiento hizo que un sector cada vez más amplio de la sociedad se torne vulnerable a la cultura demagógica y populista del atajo. Modelos como el de Cositorto, y otros aún peores, como el del narco, encuentran mayores oportunidades en sociedades social y culturalmente degradadas.
Podrá decirse, con razón, que las estafas piramidales no son precisamente una novedad. De hecho, si hoy se las identifica con variantes del esquema Ponzi, es porque se las asocia a un modelo que inventó el estafador italiano Carlo Ponzi hace más de cien años. También sería una simplificación conectar el ilusionismo financiero con la desesperación y la necesidad económica. En distintas escalas, modelos como los de Cositorto han atraído a inversores con capitales sólidos, tanto acá como en el mundo. Se puede ver en Netflix la historia de Bernard Madoff para recordar hasta qué extremo pueden llegar este tipo de fraudes basados en algo tan antiguo y tan humano como la codicia.
Entre nosotros, sin embargo, la pregunta de fondo sería esta: ¿quién representa mejor esta época de la Argentina? ¿Colapinto o Cositorto? Son dos modelos que están ahí: uno parece haber avanzado en detrimento del otro, pero la buena noticia es que esos valores que hoy lucen en la Fórmula Uno han logrado sobrevivir.
Sanear la economía, bajar la inflación y recuperar el crédito parecen objetivos meramente económicos, pero también son necesidades culturales. Serán la base para recuperar el valor del esfuerzo y la noción de largo plazo. Demandarán, además, fortaleza institucional y códigos de convivencia. Si se lograra esa articulación, el futuro será de los Colapinto.